martes, 2 de marzo de 2010

Obertura, Marcel Proust


Durante mucho tiempo me acosté temprano. A veces, recién apagada la vela, se me cerraban tan rápido los ojos que no tenía ni tiempo de decirme: “Me duermo”. Y, media hora después, la idea de que ya era momento de ir conciliando el sueño me despertaba; quería apoyar el tomo que creía tener todavía entre las manos y apagar mi luz; no había dejado al dormir de reflexionar acerca de lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían dado un giro un tanto particular; me parecía ser yo mismo aquello de lo que trataba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos quinto. Esta idea sobrevivía durante algunos segundos mi despertar; no conmovía mi razón pero pesaba como un velo sobre mis ojos y les impedía darse cuenta de que el candelero ya no estaba encendido. Luego se me empezaba a volver indescifrable, como después de la metempsicosis los recuerdos de una vida anterior; el tema del libro se desprendía de mí, yo era libre de consagrarme a él o no; enseguida recuperaba la visión y me sorprendía mucho encontrar alrededor de mí una oscuridad, dulce y sosegadora para mis ojos, pero tal vez aún más para mi espíritu, para quien representaba como algo sin causa, incomprensible, como algo verdaderamente oscuro. Me preguntaba qué hora sería; escuchaba el silbido de los trenes que, más o menos distantes, como el canto de un pájaro en un bosque, relevando las distancias, me describía la extensión de campo desierto por donde el viajero se apresura hacia la estación cercana; y el pequeño sendero que recorre va a quedar grabado en su recuerdo por la excitación que le debe a lugares nuevos, a hechos desacostumbrados, a la conversación reciente bajo la lámpara extranjera que todavía lo siguen en el silencio de la noche, a la dulzura próxima del regreso.

 
Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust
(1871-1922)

1 comentario:

  1. Como un manantial, una tarde en el sur de Francia, el tiempo rezumó sentido en la boca de Marcel.

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